Decret d’abolició de les senyories i les càrregues feudals (6 d’agost de 1811)
1º. Desde ahora quedan incorporados á la Nación todos los señoríos jurisdiccionales de qualquiera clase y condición que sean.2º. Se procederá al nombramiento de todas las justicias y demás funcionarios públicos por el mismo orden y según se verifica en los pueblos de realengo […].4º. Quedan abolidos los dictados de vasallo y vasallage, y las prestaciones así reales como personales, que deban su origen a título jurisdiccional, á excepción de las que procedan de contrato libre en uso del sagrado derecho a la propiedad.5º. Los señoríos territoriales y solariegos quedan desde ahora en clase de los demás derechos de la propiedad particular, si no son de aquellos que por su naturaleza deban incorporarse á la Nación, ó de los en que no se hayan cumplido las condiciones con que se concedieron, lo que resultará de los títulos de adquisición.6º. Por lo mismo los contratos, pactos, ó convenios que se hayan hecho en razón de los aprovechamientos, arriendos de terrenos, censos, ú otros de esta especie, celebrados entre los llamados señores y vasallos, se deberán considerar desde ahora como contratos de particular á particular.7º. Quedan abolidos los privilegios llamados exclusivos, privativos y prohibitivos que tengan el mismo origen de señorío, como son los de caza, pesca, hornos, molinos, aprovechamientos de agua, montes y demás […].11º. La Nación abonará el capital que resulte de los títulos de adquisición, ó lo reconocerá, otorgando la correspondiente escritura […].14º. En adelante nadie podrá llamarse Señor de vasallos, exercer jurisdicción, nombrar jueces, ni usar de los privilegios y derechos comprehendidos en este decreto; y el que lo hiciese perderá el derecho al reintegro en los casos que quedan indicados.
La vigència d'aquest decret seria efímera pel retorn a l'absolutisme decretat per Ferran VII al seu retorn. A continuació podeu llegir una interessant història sobre l'evolució d'aquest extreta de l'obra de Miguel Martorell i Santos Juliá Manual de historia política y social de España (1808-2011):
[...] El decreto del 6 de agosto de 1811, de las Cortes de Cádiz, abolió los señoríos jurisdiccionales, es decir, transfirió a la nación la potestad que hasta la fecha tenían los señores para ejercer justicia y realizar nombramientos administrativos. Además, suprimió todos los privilegios que tuvieran su origen en los señoríos jurisdiccionales y declaró extinguido el vasallaje y las prestaciones que los vasallos pagaban a los señores. También reconoció a los viejos señores como propietarios absolutos de los señoríos territoriales o solariegos, aquellos sobre los que pudieran demostrar que tenían algún derecho sobre su propiedad. De este modo, abolidos los señoríos jurisdiccionales y los privilegios anejos, y reconocidos como propiedad privada los señoríos territoriales, quedó legalmente desmantelado el régimen señorial. El decreto, no obstante, generó un problema. Muchos señores reivindicaron la posesión de señoríos cuyos derechos emplazaban siglos atrás, cuyos títulos de propiedad se habían perdido con el paso de los años, y otros reclamaron la propiedad de aquellos señoríos sobre los que habían ejercido durante un cierto tiempo algún tipo de jurisdicción. Y ello provocó litigios con los campesinos, que en algunos casos también reivindicaban la propiedad de estas tierras, y en otros se negaban a pagar ninguna renta por las tierras que cultivaban mientras no quedara fehacientemente demostrado quién era el propietario. Antes de que Fernando VII anulara la obra de las Cortes de Cádiz, muchos de estos conflictos habían acabado en los tribunales. La legislación aprobada en el Trienio Liberal trató de proteger a los campesinos. La ley del 3 de mayo de 1823, promovida por los exaltados, obligó a los señores que reclamaran la propiedad de algún señorío a documentar su demanda con títulos de propiedad. La decisión última quedaba en manos de la autoridad judicial, pero mientras la justicia no resolviera los campesinos no estaban obligados a pagar rentas a sus antiguos señores. Sin embargo, la ley de 1823 apenas tuvo tiempo de aplicarse. La legislación del Trienio Constitucional amparaba a los campesinos. Pero durante la regencia de María Cristina, con la guerra carlista en marcha, los liberales —moderados o progresistas— trataron de afianzar el respaldo de la aristocracia a su causa y facilitaron la conversión de los señoríos en propiedad privada de pleno derecho. La ley del 23 de agosto de 1837 restituyó el decreto del 6 de agosto de 1811 y la ley del 23 de mayo de 1823, pero estableció nuevos criterios para la transformación de los señoríos que contravinieron el espíritu de esta última norma. De entrada, dispuso que cuando los viejos señores reclamaran la propiedad de una tierra en la que no hubieran ejercido el señorío jurisdiccional, el mero hecho de que hubieran percibido en alguna ocasión alguna renta resultaba prueba suficiente de que eran suyas y no estaban «obligados a presentar los títulos de adquisición», ni debían ser «inquietados ni perturbados en su posesión». De este modo los señoríos territoriales se transformaron automáticamente en la propiedad privada de quien hasta la fecha había sido el señor. Los tribunales solo debían intervenir si la reclamación de propiedad afectaba a una tierra sobre la que los señores también habían ejercido derechos jurisdiccionales. En estos casos, los viejos señores debían probar su derecho a la propiedad aportando los títulos originales. Títulos que, en muchas ocasiones, se remontaban siglos atrás y no se conservaban. En estos casos, bastaba con acreditar su destrucción con «otros documentos e informaciones de testigos, hechas en la época coetánea y próxima a los sucesos que causaron dicha destrucción»: la constatación de que el archivo de un palacio o castillo nobiliario se había incendiado o destruido en cualquier época bastó para justificar la pérdida de los títulos de propiedad, que en otras ocasiones fueron directamente falsificados. De este modo, la mayoría de los viejos señores ganaron los juicios entablados con los campesinos y se hicieron con la propiedad absoluta de las tierras. En definitiva, la abolición del régimen señorial implantó unos derechos de propiedad capitalistas en el mundo agrario. Al final del proceso la nobleza perdió sus derechos jurisdiccionales, pero a cambio acrecentó su patrimonio al acceder a la plena y libre propiedad de unas tierras cuya titularidad de origen, en muchos casos, resultaba dudosa. Por el contrario, como han apuntado los historiadores económicos Albert Carreras y Xavier Tafunell, el campesinado fue expoliado sin percibir nada a cambio. No es de extrañar, por tanto, que la abolición del régimen señorial contribuyera a sellar los lazos entre la vieja aristocracia y las nuevas élites políticas y económicas liberales. [...]
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