La Segunda República y el revisionismo
A pesar de los ataques de aquellos que, como Pío Moa, ofrecen hoy una versión aligerada del argumentario franquista, la Segunda República fue un régimen democrático del que España debe sentirse orgullosa
Antes de que terminara el régimen de Franco en 1975, escaseaba, por
razones evidentes, el debate público sobre el carácter de la Segunda
República española y su grado de responsabilidad en el estallido de la
Guerra Civil. De acuerdo con la ideología impuesta por la dictadura, la
República había sido una catástrofe, la culminación de la larga historia
de degeneración que había caracterizado a España durante los siglos XIX
y XX, desde la desgraciada aparición del liberalismo con la
Constitución de Cádiz en 1912. Aunque la República tuvo un comienzo más o
menos aceptable, proseguía el argumento, pronto se vio superada por una
mezcla de separatismo regional, radicalismo social y violento
anticlericalismo que destruyó cualquier perspectiva prometedora.
Celebró elecciones honradas y acercó el Gobierno
al pueblo y a las distintas regiones Convirtió España en el primer país
de mayoría católica que permitió el sufragio femenino
La crisis de la República se agudizó después de octubre de 1934,
cuando los socialistas, hasta entonces moderados, pusieron en marcha una
revolución sangrienta en Asturias, secundada por la Generalitat
catalana, que proclamó su independencia. España se deslizó aún más hacia
el caos cuando la coalición del Frente Popular ganó, por estrecho
margen, las elecciones de febrero de 1936. Dicha victoria dio un poder
sin precedentes a los grupos obreros y les permitió dominar de facto
a sus aliados de clase media en los gabinetes que gobernaban España y
que sólo eran republicanos en teoría. Según esta interpretación, el
resultado fueron varios meses de huelgas, invasiones de explotaciones
agrarias, batallas callejeras, quemas de iglesias y asesinatos
políticos, que el gobierno del Frente Popular no quiso o no pudo
controlar. La situación en España recordaba a la de Rusia en 1917, y su
resultado habría sido similar: la caída del gobierno elegido a manos de
los extremistas radicales, seguida de una revolución social a gran
escala y la imposición de una dictadura del proletariado.
En los últimos años de la dictadura, los especialistas cuestionaron
cada vez más esta línea argumental. Durante la transición a la
democracia se fue sustituyendo por una valoración generalmente positiva
de la República, que subrayaba sus virtudes y lamentaba la insurrección
militar que la había destruido. Por primera vez, la imagen de la
República en España estaba en consonancia con la que había predominado
en la mayor parte del mundo exterior desde el final de la Guerra Civil,
en parte debido a los sentimientos de culpa por haber abandonado a los
republicanos a merced de Franco y sus aliados fascistas durante el
conflicto.
Durante los años noventa, como reacción a este nuevo consenso
favorable, Pío Moa y otros historiadores aficionados, entre ellos César
Vidal, lanzaron una campaña revisionista que adquirió enorme fuerza,
pese a que se limitaba a reciclar los argumentos de los propagandistas
de Franco en una versión más moldeable. Aparte de Stanley Payne, no les
respaldó ningún historiador profesional importante. No obstante, el
revisionismo prosperó durante más de una década, desde 1990, año de
publicación del tratado fundamental de Moa, hasta 2006, cuando sus
argumentos principales quedaron desacreditados por la avalancha de
literatura producida por la conmemoración conjunta de los dos
aniversarios, el 70º del comienzo de la guerra y el 75º de la
proclamación de la República. Las obras publicadas entonces
establecieron de forma inequívoca un punto fundamental: que las
declaraciones de Franco y sus acólitos sobre lo catastrófico de la
situación reflejaban más la paranoia de sus propulsores que la realidad.
En realidad, confirmó la literatura de 2006, la revolución social de
1936 no precedió sino que siguió a la insurrección militar. Lo mismo
ocurrió con la desintegración del Estado y la sociedad. Igual que en la
fábula de Hans Christian Andersen, en cuanto alguien gritó: "El
emperador va desnudo", el espejismo franquista y revisionista se hizo
añicos. Esta es una lección que debemos tener en cuenta siempre que
hablemos de historia y casi en cualquier otro aspecto de la vida.
La desaparición de la escuela revisionista de Moa dejó paso a la
aparición gradual de lo que yo denomino neorrevisionismo. Algunos de sus
elementos existían desde hacía mucho en forma embrionaria, pero ahora
empezaron a articularse con más claridad. El neorrevisionismo pone en
entredicho el prestigio mundial de la República de forma más indirecta y
moderada. Es además un movimiento mucho más difuso que el revisionismo
de Moa. No tiene un líder claro, ningún canon escrito ni una narración
histórica definida. Sin embargo, a pesar de ese carácter indirecto,
moderado y difuso, tiene posibilidad de convertirse en un poderoso
movimiento historiográfico, una posibilidad que tal vez esté empezando
ya a hacerse realidad.
¿Cuál es la manera más fácil de distinguir a los neorrevisionistas de
los revisionistas? Fundamentalmente, que no propugnan las perspectivas
catastrofistas que caracterizaban al franquismo-moaísmo. Tampoco las
rechazan del todo, sino que prefieren permanecer neutrales o callados al
respecto. Otro rasgo distintivo es que, mientras que todos los
revisionistas utilizaban más o menos los mismos argumentos, y se
diferenciaban sobre todo por la intensidad con la que los expresaban,
los neorrevisionistas se dividen en dos corrientes de pensamiento
estrechamente relacionadas pero diferentes. En líneas generales, la más
antigua de estas dos corrientes se remonta a hace varios decenios y
consiste en lo que podría llamarse una interpretación "purista" o
"puritana". Su base es que, si bien es posible que la República no fuera
tan catastrófica para España ni mereciera la insurrección militar que
desencadenó la Guerra Civil, su destrucción no es algo que haya que
lamentar, porque nunca fue el magnífico modelo de democracia que
aseguraban sus partidarios, sino una pseudodemocracia con graves fallos
que violóconstantemente los principios democráticos más esenciales con
la persecución injusta de sus adversarios, en especial mediante la
censura frecuente y el cierre de sus publicaciones. Su carácter
antidemocrático quedó demostrado de manera concluyente con la revolución
de octubre de 1934, cuando los socialistas y sus aliados pretendieron
derrocar al gobierno elegido democráticamente e imponer otro escogido
por ellos.
La segunda línea de pensamiento neorrevisionista, más moderna, podría
llamarse la corriente "comparativista". Subraya el contraste entre la
transición democrática que se produjo en España a partir de 1975,
pacífica y fructífera, y la historia conflictiva, con su desastre
consiguiente, de la República, en un nuevo intento de demostrar que la
República no fue tan buena como mantienen sus defensores. Ambas líneas
de argumentación son a primera vistaconvincentes, pero no soportan un
examen detallado.
Para empezar por la interpretación puritana, no cabe duda de que la
República tuvo mil fallos y, en ocasiones, se comportó de manera
antidemocrática. La revolución de octubre de 1934, en especial, fue una
absoluta catástrofe, que dañó gravemente las credenciales democráticas
del régimen y sentó un precedente que los conspiradores militares de
1936 pudieron utilizar para justificar su propia insurrección. Aunque
hubiera triunfado, la revolución de octubre habría tenido consecuencias
desastrosas para la democracia española. No puede librarse de nuestra
másmerecida condena. Lo único que podemos hacer es tratar de entender
sus motivos situándola en el contexto de su época. Los años treinta del
siglo XX fueron una de las tres o cuatro décadas más conflictivas de
toda la historia de Europa, solo comparable a algún periodo durante las
guerras de religión de los siglos XVI y XVII, o a la época de la
Revolución Francesa y Napoleón. En los años treinta, Europa estaba
desgarrada por una guerra civil ideológica entre fascismo, comunismo y
democracia. En octubre de 1934, parecía que estaban venciendo las
fuerzas fascistas, que acababan de destruir dos grandes democracias
europeas, la alemana y la austriaca, en ambos casos por medios pacíficos
y legales. ¿Era posible que el gobierno centrista de España siguiera el
mismo rumbo, dado el creciente poder de los elementos de derechas
dentro de él? Es decir, la revolución de octubre fue, en parte, reflejo
del miedo, pero también de la fuerza permanente del mito revolucionario
en los círculos proletarios, la idea de que las masas podían con todo si
se levantaban unidas.
Si es imposible disculpar por completo la revolución de octubre, es
más fácil rechazar las otras acusaciones de los neorrevisionistas.
Ningún régimen democrático de la historia ha estado jamás completamente
libre de desviaciones ocasionales. El grado de perfección democrática
depende no solo de la voluntad de sus dirigentes sino también de los
retos que afronta. En épocas sin turbulencias, cuando la sociedad está
tranquila y hay pocos problemas urgentes que exijan solución, es
relativamente fácil seguir los lentos procedimientos legales que
constituyen el corazón de cualquier democracia genuina, ya sea
parlamentaria o presidencialista. Ahora bien, cuando la situación es la
contraria, como ocurría en los años treinta, los gobiernos tratan casi
siempre de encontrar atajos para alcanzar sus objetivos y tienden a
favorecer a sus amigos y marginar a sus enemigos. Por tanto, al evaluar
las credenciales democráticas de cualquier régimen, es preciso tener en
cuenta tanto sus actos discutibles como sus iniciativas positivas y
creativas.
La República, sin duda, censuró y cerró la prensa opositora en varias
ocasiones, pero también construyó la primera democracia auténtica de
España. ¿Cómo lo logró? En primer lugar, con la celebración de
elecciones honradas, libres de las prácticas caciquistas que las habían
corrompido en tiempos de la monarquía. Segundo, ampliando enormemente el
electorado, sobre todo al convertir España en el primer país de mayoría
católica que permitió el sufragio femenino. En tercer lugar, la
República acercó el gobierno al pueblo al darle más dimensión a los
gobiernos regionales. Cuarto, insistió en que todas las leyes
importantes fueran aprobadas por el parlamento, y dejó los decretos para
situaciones muy infrecuentes, de emergencia. Quinto, la República
destruyó o debilitó las instituciones extraparlamentarias, los círculos
cortesanos y el ejército, que en el pasado habían anulado tan a menudo
las iniciativas democráticas. Desde esta perspectiva más equilibrada, la
balanza se inclina claramente hacia la idea de que fue un régimen
excepcionalmente democrático. Hay que ser verdaderamente puritano para
pensar lo contrario.
La rama "comparativista" del neorrevisionismo dice muchas verdades,
pero al mismo tiempo se olvida de otras igual de importantes. A pesar de
las dudas que surgen de manera periódica en algunos sectores, me parece
ridículo negar el éxito extraordinario de la transición española a la
democracia. Es el hecho que habla más en favor de España en todo el
siglo XX, y se ha convertido, con razón, en el modelo de todas las
transiciones de regímenes autoritarios a democracias en el mundo. Sería
una tontería debatir los méritos respectivos de los grandes dirigentes
republicanos -Azaña y Prieto? y los de los máximos responsables del
éxito de la Transición: el rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Felipe
González. Sin embargo, existen otros dos factores mucho más importantes.
El primero es que resulta engañoso evaluar a una persona sin tener en
cuenta el contexto en el que vivió. El segundo es que es preciso
comparar todos los aspectos de los dos regímenes, no sólo los más
convenientes para el argumento que deseamos defender. Por consiguiente,
no debemos obsesionarnos tanto por la distinta suerte que corrieron como
para olvidar que, bajo la superficie, ambos tuvieron un espíritu muy
similar. Todas las cosas que aportó la Transición -más democracia, más
igualdad social, modernización cultural, etcétera? habían sido también
objetivos fundamentales de la República. Es más, resulta difícil pensar
en un logro importante de la Transición que no tuviera parte de sus
raíces en la República.
Ahora bien, si la República y la Transición tuvieron muchas
semejanzas, sus épocas respectivas no pudieron ser más distintas. Como
ya he dicho, los años treinta fueron uno de los periodos más turbulentos
de la historia de Europa. Por el contrario, los años setenta y ochenta
fueron tranquilos y decididos. Además, las condiciones también habían
cambiado drásticamente en España y en varias de sus principales
instituciones. En los años treinta, el Ejército conservaba sus
tradiciones pretorianas decimonónicas e intervenía sin cesar en la
política. Los movimientos obreros estaban aún poseídos por diversas
mitologías revolucionarias, sobre todo los anarcosindicalistas, el
movimiento más amplio, pero también, cada vez más, los socialistas, que
eran los segundos. Los comunistas, aunque eran minoritarios, eran
violentamente antirrepublicanos hasta que Moscú les ordenó adoptar la
estrategia del frente Popular en 1935. En la derecha, los partidos más
amplios no eran claramente revolucionarios -aunque los radicales
empezaron a abrirse camino en ellos a partir de 1934-, pero varios
partidos monárquicos de escasa importancia conspiraron para derrocar la
República. Y luego estaba la Falange, todavía pequeña, pero que iba
creciendo. La Iglesia Católica, hasta Juan XXIII, fue siempre rígida en
cuestiones de doctrina, y no quería aceptar ninguna disminución del
inmenso poder que había acumulado a lo largo de los siglos.
La economía española estaba en peor situación que nunca, debido a la
Gran Depresión. La industria y los servicios no estaban desarrollados.
Algo más de la mitad de la población seguía trabajando en el campo.
Aproximadamente dos terceras partes de las mujeres adultas eran
analfabetas. La situación internacional era amenazadora, y Mussolini
hacía todo lo posible para desestabilizar la República.
El contraste con la situación en la que prosperó la Transición es
enorme. A mitad de los años setenta, España era una de las naciones más
avanzadas del mundo. El analfabetismo y el hambre estaban erradicados.
Todas las instituciones fundamentales habían experimentado una evolución
positiva. El Ejército ya no era pretoriano, sino que aceptaba la
primacía del poder civil. Las organizaciones obreras habían abandonado
sus viejos mitos revolucionarios. El catolicismo posterior al Concilio
Vaticano II era menos rígido en los dogmas y estaba dispuesto a negociar
un debilitamiento gradual de algunos de sus viejos privilegios. Como
consecuencia, el feroz anticlericalismo de otros tiempos también se
desvaneció. La monarquía desempeñó un papel crucial en el
restablecimiento de la democracia, por lo que el republicanismo perdió
su carácter sectario.
En resumen, dos contextos extraordinariamente distintos. Poner en
tela de juicio la reputación de la República sobre esa base es tan
absurdo como sería denigrar la República de Weimar porque tuvo menos
éxito que la Alemania de Angela Merkel. La República fracasó o fue
destruida, pero también lo fueron casi todos los demás elementos humanos
y progresistas en los años treinta. Como es cada vez más evidente,
España no es tan diferente como creíamos; en general, se ajusta a los
modelos generales. En relación con el tema del que tratamos aquí, ya
indiqué por primera vez hace 30 años que el índice de mortalidad de las
repúblicas recién nacidas durante el periodo de entreguerras fue
asombrosamente alto. De las 20 repúblicas que surgieron en Europa entre
1918 y 1931, solo una, la irlandesa, sobrevivió hasta la madurez. Las
otras 19 fueron barridas o se autodestruyeron. Una vez más, el contraste
con los años setenta y ochenta es tremendo. De las nuevas democracias
establecidas en esos años en Europa, Latinoamérica y Asia, un número
mucho mayor, casi todas sobreviven hoy, aunque algunas en versiones muy
atenuadas. Sólo en África se aproxima el índice de mortalidad de las
democracias recien nacidas al de la Europa de entreguerras.
Creo que todo esto es suficiente para arrojar los argumentos
revisionistas y neorrevisionistas sobre la República a la papelera que
les corresponde. Eso no quiere decir que su paso por la historiografía
española haya carecido por completo de valor. Como sucede con todo el
revisionismo histórico, si se aborda con inteligencia, puede ser útil,
porque obliga a los defensores de la ortodoxia a reexaminar y perfilar
sus posturas. No obstante, la próxima vez que alguien diga, como hizo
hace poco el profesor Payne en ABC (April 16), que "La República es el
principal mito histórico de todo el siglo XX", debemos responder con
seguridad: "¡No, señor! ¡La República no es ningún mito!" A pesar de sus
muchos errores y defectos es, con la Transición, una verdadera gloria
del siglo XX español. Fue vilmente asesinada por unas fuerzas atávicas y
violentas que sumergieron su patria, primero en una cruenta guerra
civil, y después en una dictadura que durante sus primeras dos décadas
fue cruel y retrógrada.
Edward Malefakis es historiador. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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